REGISTRO DE TEXTO
FECHA: 17 Nov. 2007
Nota: El siguiente archivo es la transcripción de las últimas memorias de Brian Borges, edad 70. El sujeto desapareció entre las dos y cuatro horas siguientes a la redacción de este manuscrito, bajo circunstancias desconocidas. Había sido visto por última vez ingresando a su hogar, quejándose de dolores de pecho.
Originalmente, se supuso que este fragmento de la memoria consistía de un sueño u alucinación, o relato fabricado por el sujeto, las circunstancias descritas en él han llevado a relacionarlo con SCP-ES-153.
[INICIO DEL REGISTRO]
(…) A pesar de mi vida auténticamente soporífera como coleccionador de antigüedades, pasando de museo a tienda polvorienta y viceversa, hubo una ocasión donde creí que, quizá y solo quizá, mi muerte podría llegar a ser interesante.
Dicha ocasión fue durante el día 15 de Enero de 2006. Fue un fin de semana, uno bastante oscuro para mi familia. La muerte de uno de nuestros mejores amigos, quien cumplía años apenas en unos días, nos dejó con pasteles y regalos en mano, sonrisas congeladas en nuestros rostros. Ese fin de semana tomó lugar el velorio, y como viejito debilucho que soy, elegí esconderme en mi muy cómoda cama, ahogando los sollozos con una almohada como antaño, mientras mi familia se alineaba alrededor de un ataúd, muriéndose de frío.
Unas horas luego del fin del velorio, cuando todos habían vuelto a sus casas para ocuparse de lo que yo llevaba haciendo todo el día. Entonces, ocurrió algo curioso, que no sé exactamente como describir.
Fue una experiencia bastante contradictoria durante los primeros minutos. Como los antiguos griegos solían contar que era la muerte, me sentí atravesando mi cama, cayendo a las profundidades del Hades. Sin embargo, en mi mortuoria caída, alguna mano de un dios ignoto, o tal vez el viento de la circunstancia, me arrastró a un infierno completamente diferente.
Una ciudad oscura, sin luna ni estrellas, pero a la vez bella como Francia en su Belle Époque se extendía ante mis ojos atónitos. Construida en su totalidad de fábricas y silos de ladrillo y hierro negro, aquella ciudad parecía extenderse para siempre mientras la exploraba en un Ford Falcon modelo '83, vehículo tan amado para mí. Deambulé algunas horas en el Falcon, entre construcciones de ladrillo sobre ladrillo, sus paredes interrumpidas por protuberancias cilíndricas de metal, entrecruzándose entre los edificios. Las calles de asfalto no reflejaban ninguna luz, ni tampoco había cartel ni semáforo de indicación, ni placa que revelara el nombre de la calle que atravesaba. La oscuridad huía de las potentes luces del vehículo, cuando de repente, una realización golpeó mis sentidos con la fuerza de un derecho de Jack Dempsey.
Simplemente, no había ningún auto.
En lugar de rondar con un Falcon, estaba caminando con mis propios pies, sudando gota gorda, entre el cielo negro y la ciudad apenas menos negra. Una sucesión de recuerdos extraños, ajenos, acudían a mi aterrada mente, y la fuerza de otra realización me golpeó.
La ciudad estaba repleta de gatos. Gatos negros, de ojos verdes. Gatos como el de mi nieto Adrián, escurridizos y hábiles, saltando entre las sombras. Recordaba ver los reflejos de sus ojos mientras conducía, a pesar de nunca haberlos percibido. Ojos verdes, penetrantes, rasgos trazados en la larga noche. Su presencia me traía un terror penetrante, escarbando mi cerebro y devorando. Me sentí rodeado de tiburones, criaturas aterradoras, hundido en el medio del océano.
Los veía a mi alrededor, brillando y danzando malévolos, como las estrellas ausentes quienes le habían delegado su tarea maligna.
Un gato en particular, tan negro que podía ver su cuerpo contrastar con la oscuridad misma, se deslizaba hacia mí desde una de las esquinas en la calle. Sus extremidades eran largas, como las de cualquier gato, pero no eran felinas. Se confundían entre su propia masa oscura, escondiendo una forma predadora.
El gato se acercaba, con sus ojos verdes fijos en mí, mientras los otros esperaban a la distancia, cerrándome el camino. No podía moverme, como si un marionetista hubiera cortado mis cuerdas.
Entonces, la boca del gato se abrió. Sus dientes blancos se extendían infinitamente dentro de la boca, perteneciente a un tiburón y no a un felino. La forma predadora se alargó, cerniéndose sobre mí, mirándome fijamente con ojos pecadores. La ira félida se lanzó hacia mi pecho, arrancando mis costillas y desgarrando mi carne, para, finalmente, morder el dulce y pulsante centro de mi vida.
Y entonces, me vi de nuevo en mi habitación.
Temiendo encontrarme de nuevo en la pesadilla, descorrí el velo que descansaba sobre mis ventanas, para encontrarme con la luz penetrante del sol, lastimando mis ojos.
Pero algo había cambiado. Al despertar, ya no era un ser humano. Era un pago. Mi vida era el pago de un deudor a una fábrica acreedora.
[FIN DEL REGISTRO]